Ayer, a la salida de un juicio, la clienta, una anciana de trato entrañable, enlazó su brazo con el mío para acercarse y preguntarme al oído con un tono afable:
—¿Cuánto cree usted que demorará la sentencia?
Creo que para la pedagogía social no hay cosa peor que contemplar la existencia de una norma que impone un plazo para dictar la sentencia pero que no se cumple. Esto es tan absurdo como el hecho de que el máximo garante de un proceso sin dilaciones, el Tribunal Constitucional, que como sabemos sufre este mismo mal, sea el que tenga que declarar que otro tribunal ha actuado con dilaciones. Cosas veredes.
Mientras desayuno me imagino a esta mujer sentada en estos momentos en una mecedora y formando con su mirada perdida a través de la ventana castillos de ilusiones. ¿Cuántos construirá hasta que reciba la sentencia?
Muchos ciudadanos cuando acuden a los tribunales llevan consigo una inocencia que acaba desvaneciéndose en el momento en que descubren que la justicia se desplaza a una velocidad que desafía la paciencia humana. Pronto, cuando se les informa que su juicio ha sido programado para dentro de un año, experimentan esa dimensión temporal tan testarudamente arraigada a nuestro sistema judicial. Esa donde el tiempo se convierte en algo que escapa a sus relojes y calendarios, transformándose en una entidad elusiva, comparable a Cronos en su constante lucha contra el inexorable paso de las horas. En esta odisea emocional a través de la atemporalidad, la metáfora adquiere para estos ciudadanos su propio significado. ¿Es el tiempo un aliado que permitirá una evaluación más cuidadosa de mi caso, o más bien todo lo contrario?
De estos ciudadanos, que no son pocos, lo que se espera sin más es que aguarden con una virtuosidad benedictina. Pero puestos a pedirles paciencia, quizás fuera oportuno que se colgase en las puertas de los juzgados un rótulo haciéndoles saber la esencia de algunos de esos refranes populares que nos recuerdan esta triste, esperanzadora y a la vez complaciente realidad. Algo como: “En este Juzgado la justicia tarda, pero acaba llegando”. Triste, porque una justicia que tarda no es justicia. Esperanzadora, porque finalmente la verdad acaba imponiéndose, aun cuando para satisfacción de una sola de las partes. Complaciente pues no parece provocar ninguna reflexión ni inquietud en las conciencias de quienes estando llamados a administrar nuestro sistema judicial esperan que el ciudadano, como el héroe que sortea las pruebas divinas, eluda con un acto de sabiduría y pragmatismo los conflictos judiciales.