Recientemente leí una noticia que relataba un caso judicial que, asombrosamente, llegó a su conclusión dieciséis años después de que se iniciara el procedimiento.
Las dilaciones en la administración de justicia no son meramente un obstáculo burocrático o una molestia pasajera; para quienes están inmersos en la compleja maraña de un proceso judicial esta lentitud puede tener consecuencias emocionales y psicológicas de gran calado. No se trata únicamente de un retraso en la obtención de una resolución, sino de una experiencia que puede transformar profundamente el estado emocional y mental de las personas implicadas. El proceso, que en teoría debería ser un camino hacia la solución de un conflicto, se convierte en una odisea interminable, cargada de frustración y, con frecuencia, de desesperanza.
La lentitud de la justicia puede llegar a extremos en los que las partes implicadas pierden la conexión con las razones originales que las llevaron a iniciar el litigio, olvidando incluso los detalles esenciales de lo que en su día buscaron obtener. En muchos casos la prolongada espera y el desgaste emocional derivado de la misma pueden agotar a los contendientes debilitando su inicial determinación e incluso su interés en continuar con el proceso. En efecto, ocurre en ocasiones que este agotamiento lleva a la desaparición del impulso inicial que motivó la disputa, diluyendo las expectativas de las partes hasta el punto de cuestionar si vale la pena seguir adelante.
Lo preocupante es que este fenómeno socava la confianza en el sistema de justicia y desvirtúa a los ojos del ciudadano de a pie el propósito fundamental de la misma, que es ofrecer una solución justa y oportuna a los conflictos que se les presentan.
Ayer, a la salida de un juicio, la clienta, una anciana de trato entrañable, enlazó su brazo con el mío para acercarse y preguntarme al oído con un tono afable:
—¿Cuánto cree usted que demorará la sentencia?