Todas las sentencias son injustas. Esta afirmación descansa en la propia lógica, porque es una constante de la bilateralidad antagónica del proceso que unos ganan y otros pierden. Sentencias injustas las hay constantemente al mismo ritmo con que se dictan porque aun suponiendo la más alta honestidad de todos los operadores jurídicos, incluyendo desde luego a los abogados y a los jueces, la verdad es que la redacción de las leyes, la falta de formación profesional, la carencia de tiempo y sosiego para reflexionar, el colapso, la falta de medios y todo aquello que entorpece a la administración de justicia, hacen, junto a un sinfín de otros factores, que la operación consistente en dictar una sentencia no facilite que estas sean justas.
Pues bien, todas estas imperfecciones del sistema jurídico problematizan de una manera apriorísticamente difícil en las variables de opción con las que cuenta un ciudadano. Lo único cierto y tangible para éste es la lesión de un derecho subjetivo, pero a partir de la constatación de este hecho, la manera de solicitar la tutela judicial puede descomponerse en un haz de variables que ni la gramaticalidad de la norma ni la prudencia del abogado son capaces de despejar para concretar la opción adecuada.
Lo que debería tener claro el cliente es que este fracaso operativo no se resuelve echándole la culpa al abogado. Esto sí, siempre y cuando estemos en esos casos opcionales ambiguos incapaces de ser encajados en un criterio unívoco. Casos en que a veces es la propia honestidad del Tribunal la primera en advertirnos de sus dificultades, como cuando se dice que la norma o la cuestión jurídica resulta vidriosa, elástica, deletérea u oscura, o se halla tratada equívocamente en las leyes.