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Desayuno con un abogado

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El reto del Poder Judicial en la era Trump

La justicia en la sociedad de la infocracia: ¿Un poder en peligro?

En Divertirse hasta morir, Neil Postman advertía que la mayor amenaza para la democracia no sería la censura, sino la saturación de información irrelevante, que diluiría la verdad hasta hacerla indistinguible de la mentira. Ya no tememos al «Gran Hermano» de Orwell; en cambio, como en Un mundo feliz de Huxley, nos hemos rendido de buena gana a un torrente inagotable de datos, entretenimiento y ruido, fascinados por su brillo superficial, sin notar que, en este proceso, estamos perdiendo nuestra capacidad de pensar críticamente.

Lo que sucede al otro lado del Atlántico es un aviso a navegantes. Nunca habíamos tenido tantos datos, tantas leyes, tantos documentos al alcance de un clic, y, sin embargo, la justicia nunca ha parecido tan vulnerable.

Algo no encaja. En teoría, la era digital y el acceso masivo al conocimiento deberían haber traído más transparencia, más claridad y, en definitiva, un Estado de derecho más sólido. Sin embargo, la realidad ha dado un vuelco inesperado. Algunos aún no lo perciben, otros prefieren mirar hacia otro lado, pero la paradoja es inquietante: cuanto más sabemos, más difícil resulta distinguir la verdad de la manipulación; cuanto mayor es nuestro acceso a la información, más vulnerable se vuelve nuestra capacidad de pensar con claridad.

Este escepticismo no es exagerado: basta con mirar lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Y si algo nos ha enseñado la historia reciente es que lo que empieza allí, tarde o temprano, nos acaba salpicando.

Trump no ha necesitado recurrir a la represión explícita ni a los viejos métodos de censura para desmantelar la credibilidad del sistema judicial; le ha bastado con manipular la información y sembrar la confusión. En teoría, Estados Unidos es el modelo por excelencia de democracia consolidada, con una tradición basada en la separación de poderes y el respeto al Estado de derecho. Pero lo que estamos viendo es justo lo contrario: una erosión sistemática del equilibrio democrático y del principio de legalidad, no a través de la censura, sino mediante la distorsión calculada de la verdad.

La era Trump, con el legado que nos está dejando día tras día, ejemplifica hasta qué punto la justicia puede ser utilizada como un arma política sin recurrir a la violencia o a la prohibición. En lugar de bloquear el acceso a la información o reprimir a sus opositores con métodos tradicionales de coerción, el poder ha adoptado una táctica más sofisticada: inundar el espacio público con una avalancha de datos contradictorios, versiones alternativas de los hechos y discursos polarizados que desdibujan la frontera entre la verdad y la mentira.  Donald Trump ha comprendido que, en un mundo donde la verdad puede relativizarse a su gusto, la justicia puede ser redefinida en términos de lealtad política en lugar de apego a principios normativos. Bajo esta lógica, la aplicación de la ley deja de responder a criterios objetivos y se convierte en una cuestión de alineación ideológica: los aliados del régimen son protegidos, mientras que los opositores son demonizados y deslegitimados. Esta distorsión del principio de justicia es lo que le ha permitido indultar a individuos condenados por corrupción, sedición y fraude sin enfrentar un costo político real. Al mismo tiempo, está utilizando su autoridad ejecutiva para desafiar los límites institucionales, emitiendo decretos que benefician su agenda y confiando en que su base electoral interpretará estas acciones no como violaciones del Estado de derecho, sino como un acto de resistencia contra un enemigo ficticio.

Más preocupante aún es la consolidación de un Tribunal Supremo ideológicamente alineado con él que es capaz de redefinir los derechos fundamentales desde una perspectiva más cercana a los intereses particulares del poder que a los principios de justicia universal. No se trata meramente de una inclinación conservadora en la interpretación de la Constitución, sino de una estrategia bien calculada para modificar desde la raíz el concepto mismo de justicia, asegurando que las decisiones judiciales reflejen una determinada visión política. A través de la designación de jueces afines, se garantiza que la estructura legal del país sirva a una agenda específica y a un modelo en el que la justicia ya no opera como un contrapeso al poder, sino como un mecanismo que lo legitima.

La justicia en la era de la infocracia

Esta nueva realidad nos ha pillado con la guardia baja. Hasta hace no tanto, como bien describía Michel Foucault, vivíamos en una sociedad disciplinaria en la que el poder se ejercía de manera visible y estructurada. La lógica era clara: existían normas bien definidas, instituciones encargadas de hacerlas cumplir y mecanismos de sanción que garantizaban la obediencia. La disciplina se imponía a través de la vigilancia y el castigo, dos herramientas que aseguraban la estabilidad del sistema. Este modelo, aunque rígido, permitía cierta previsibilidad: el ciudadano sabía a qué atenerse, conocía las reglas y entendía las consecuencias de su incumplimiento.

Incluso con la progresiva irrupción de los medios de comunicación masivos y el auge de la mediocracia –concepto que describe el dominio de los medios sobre la opinión pública–, aún quedaba algo de espacio para la deliberación y el debate racional. A pesar de las distorsiones informativas, la esfera pública seguía existiendo como un foro donde los ciudadanos podíamos contrastar ideas, discutir con argumentos y construir consensos. Pero este mundo basado en el control institucional y en la racionalidad argumentativa ha sido sustituido por un escenario radicalmente distinto: el de la infocracia, como lo denomina el filósofo surcoreano Byung-Chul Han.

En la actualidad, la autoridad ya no se impone mediante órdenes explícitas ni a través del miedo al castigo. Como advierte este pensador, el poder contemporáneo opera de manera mucho más sutil y, por lo mismo, más efectiva. En lugar de reprimir, seduce; en vez de prohibir, satura; y en vez de imponer límites visibles, crea un entorno de hiperconectividad en el que la vigilancia es difusa e imperceptible.

A primera vista, podríamos pensar que esta hiperconectividad nos otorga mayor libertad de expresión y acceso ilimitado a la información. Pero, paradójicamente, lo que ocurre es lo contrario: nuestra libertad de pensamiento y acción está condicionada por mecanismos invisibles que determinan qué vemos, qué sabemos y qué creemos. En este nuevo ecosistema, la manipulación no se basa en la prohibición, sino en la amplificación selectiva de ciertos contenidos y en la viralización de narrativas diseñadas para impactar emocionalmente más que para informar racionalmente. .Las conocidas como fake news desempeñan un papel central: la desinformación no solo altera la percepción de los hechos, sino que contribuye a la polarización social y al debilitamiento de la confianza en las instituciones. Un solo bulo, estratégicamente difundido, puede alterar el curso de un proceso judicial o desacreditar a un juez, a un testigo o a una víctima, erosionando la posibilidad de un juicio justo. Por su parte, los algoritmos que rigen el flujo de información han sido diseñados para maximizar la interacción y el tiempo de permanencia en pantalla, lo que significa que privilegian los contenidos que generan emociones intensas –indignación, miedo, euforia, odio– sobre aquellos que promueven la reflexión pausada  Por ejemplo, un algoritmo de recomendación no distingue entre información veraz y desinformación; solo optimiza el contenido para maximizar la interacción del usuario. Así, se privilegia lo viral sobre lo veraz, lo emocional sobre lo racional, lo llamativo sobre lo profundo. Y no menor es el papel de las redes sociales y las plataformas digitales, que no son meros intermediarios neutrales, sino arquitectos de nuestra percepción de la realidad.

El resultado, en definitiva, es un nuevo “régimen” en el que la verdad deja de ser un concepto sólido para convertirse en una cuestión de percepción, moldeable y, por lo tanto, manipulable y que impide distinguirla de lo falso.

Si nosotros mismos, con mayores herramientas y criterio, caemos en esta trampa, ¿qué podemos esperar de las generaciones más jóvenes, que están aprendido a interpretar la realidad a través de una pantalla?

El verdadero reto del Poder Judicial

En España, la discusión sobre el lawfare —el uso político de la justicia— sigue siendo tenue, casi un susurro. Nos mantenemos en la creencia de que nuestro sistema judicial, pese a sus imperfecciones, conserva los mecanismos necesarios para resistir las presiones de otros poderes del Estado. Sin embargo, ignorar las señales de alerta sería una ingenuidad peligrosa porque la instrumentalización de la justicia en el debate político ya es una realidad.

La historia nos recuerda que la manipulación del poder judicial no es una amenaza exclusiva de regímenes autoritarios o democracias en crisis. Sociedades con tradición democrática han experimentado cómo la justicia se convierte en un campo de batalla donde las decisiones judiciales dejan de ser meros actos de interpretación del derecho para transformarse en herramientas de confrontación política.

No es la existencia de intentos de presión lo que define la fortaleza de un sistema judicial, sino su capacidad para resistirlos. Pero en el mundo actual resistir es más fácil de proclamar que de materializar. Los magistrados no son seres aislados del contexto en el que ejercen su labor. Como cualquier otro actor social, están expuestos a la influencia de los medios de comunicación, las redes sociales y el clima de polarización que define el debate público. La toga no es una barrera infranqueable contra los sesgos cognitivos ni contra las presiones externas que buscan moldear la opinión pública y, por extensión, las resoluciones judiciales.

El problema, en efecto, no es solo que el poder de la información acabe instrumentalizando la justicia, sino que la propia justicia carezca de mecanismos efectivos para blindarse contra estas tentaciones. La creciente judicialización de la política, el uso partidista de determinadas decisiones judiciales y la presión mediática sobre los tribunales, sin necesidad de entrar en detalles, no son anomalías aisladas, sino señales de un fenómeno que, de no ser contrarrestado a tiempo, podría consolidarse como una práctica estructural.

España aún dispone de margen para actuar, pero confiar en la inercia del sistema sería un error. La historia también nos ha demostrado que la erosión de los equilibrios institucionales es un proceso silencioso y progresivo, pero su restauración, en caso de colapso, es una tarea monumental.

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