¿Mejor un arreglo que un pleito?
Enfrentado al conflicto una persona puede reaccionar jurídicamente de dos formas: cediendo (desistimiento, allanamiento) o combatiendo la agresión (pleito).
En el primer caso, la cesión, es decir, la dejación de la lucha, puede producirse pura y gratuitamente, y entonces hablaríamos de abandono del derecho. O puede realizarse de un modo oneroso a través de una contraprestación de la contraparte, y aquí cabría hablar jurídicamente de transacción o arreglo.
Lo ideal, a primera vista, parece ser la transacción, el pacto. Y sin embargo a poco la práctica nos enseña que la transacción no resulta tan fácilmente inmune a la crítica, a pesar incluso de la sabiduría popular cuando afirma “más vale una mala transacción que un buen pleito”. En contra de lo que pueda parecer a primera vista, los hombres no son libres por el solo hecho de poder jurídicamente pactar o no pactar con el otro, pues donde existe desigualdad económica el pacto suele ser una fatal imposición exigida por necesidades primarias o insoslayables. Como el empleado que para seguir trabajando tiene que renunciar a la pretensión de un salario digno, o la remuneración de unas horas extraordinarias.
Por esto, como dirá ALLORIO, existen dos especies de transacciones: las que constituyen el resultado de una libre determinación de voluntad de los contendientes a fin de aceptar en términos admisibles y decorosos para ambos, una relación, cuya objetiva incerteza había provocado la discusión en buena fe; y las que representan, en cambio, por un lado, el sacrificio de un derecho bien fundado a la dificultad de obtener el reconocimiento o la realización, y por otro lado el fruto brillante de una maliciosa especulación ajena sobre esa dificultad. Este segundo tipo de transacciones son mórbidas resignaciones, un suicidio moral en boca de IHERING:
Millares de transacciones y dejaciones que diariamente se practican son de naturaleza frustratoria que tarde o temprano desembocan en consecuencias anímicas cuando no psicopatológicas.
Un punto muy importante a tener pues en cuenta por el abogado es la de aconsejar o no el arreglo teniendo en cuenta toda una serie de variables, entre las cuales hay que incluir, necesariamente, la personalidad del cliente y la resonancia afectiva que dicha transacción pueda tener sobre los dinamismos psicológicos del mismo, al margen incluso de la perspectiva puramente material o económica. Esta cuestión la había intuido el propio IHERING cuando decía que querer disuadir a una parte de un proceso haciéndole considerar los gastos y sus otras consecuencias, como la incertidumbre del resultado, constituía un desacierto psicológico, pues no se trataba de una mera cuestión de interés, sino de lesión al sentimiento jurídico.
Cierto que hay clientes cuya agresividad se ha radicalizado de tal modo que carecen de capacidad de crítica, y que por tanto no conciben la transacción más que como un rendición sin condiciones. “Pero sí, abogado, si yo ya estoy dispuesto a arreglarlo amistosamente, que me pague todo lo que reclamo y en paz”. Sin embargo, hay que decir que la mayoría de las personas se hallan bastante más predispuestas a la transacción movidos por una serie de prejuicios sobre la justicia, de modo que a veces basta una leve insinuación del abogado para que se resignen a este sacrificio.
Creo que este consejo transaccional no debe darse tan a la ligera, y que en los supuestos donde las circunstancias objetivas del caso recomienden en estricta justicia esta recíproca cesión de una parte de las pretensiones esgrimidas, nunca debe lograrse un asentimiento del cliente sin antes haberle explicado persuasivamente las sólidas razones jurídicas de su sacrificio y renuncia.