Por más que duela admitirlo alguna vez en nuestra vida nos encontraremos con aquel tipo de cliente que movido por querulancia o por algún estado maníaco, le da por entablar pleitos y emplear en ellos armas contundentes, simplemente porque les hace “verdadera gracia”.
El pleito es siempre lucha, contienda, trial by combat, que como tal reporta siempre un derroche de energías, y de ahí que, incluso entre los mismos abogados, sea visto como un remedio in extremis. Ahora bien, en cuanto el proceso es un instituto jurídico significa que el combate debe sujetarse a unas normas determinadas, es decir, que no puede ser un combate brutal y anárquico, sino ordenado. Por esto existen unas reglas que configuran lo que se conoce como Derecho Procesal, que es un derecho típicamente instrumental y al que habrá de arreglarse la actuación del abogado. Lo que ocurre es que no siempre resulta fácil para el cliente entender estas reglas, que puede llegar a ver como un obstáculo cuando el pleito se eterniza en beneficio de su contrincante.
Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía (Séneca)
La dificultad con la que suele encontrarse el abogado es la de hacer partícipe al cliente no ya de la existencia de estas reglas sino de todas aquellas circunstancias que rodean la administración de justicia y que terminan malbaratando el ideal de un proceso justo. Una justicia tardía es un mal difícil de asumir cuando del resultado del pleito depende la economía del cliente (pongamos en caso de un despido) o de su estabilidad emocional (cuando por ejemplo se ha visto abocado al cierre de su negocio por impago de unas deudas). En situaciones como éstas el cliente acaba focalizando en ocasiones la desesperación contra el abogado culpabilizándole de sus desdichas, viendo paradójicamente como en el lado opuesto estas mismas reglas del juego se convierten en un acicate para que el empresario o el deudor alargue su agonía exprimiéndolas con incidentes, recursos o estratagemas al uso.