Cuando el cliente se ve psicológicamente desbordado. Insomnio, tristeza…
J.M. tenía 32 años de edad cuando ocurrió todo esto que voy a contar.
Su vida había estado marcada por la laboriosa dedicación a su fábrica de zapatos, un negocio que, en tiempos más prósperos, le había proporcionado no solo sustento, sino también un lugar de respeto en la comunidad. Sin embargo, una inesperada crisis económica se desplomó sobre esa fábrica y tuvo que cerrar sus puertas.
La pérdida no se detuvo allí. Sus fincas y su colección de discos de ópera, su tesoro más preciado, fueron embargadas con la frialdad de un destino implacable. La tragedia se acentuó con la grave cardiopatía de uno de sus tres hijos, y el peso de las querellas y los delitos económicos se cernió sobre él como una tormenta sin fin.
El hombre, abatido, se convirtió en el objeto de crueles acosos por parte de sus acreedores, quienes se regodeaban en el bar del pueblo al ver su fracaso. Marcado por las cicatrices de su propia angustia, se negó a pasear por la calle. Los abogados de la comarca se desentendieron temerosos de que fueran objeto de esas mismas burlas.
La desesperanza parecía ser su única compañía. Sin embargo, el destino, a veces caprichoso, quiso que unos familiares contactaran con un abogado de la capital a quien pidieron que se desplazara y éste se ofreció.
Durante días el abogado trabajó con una determinación inquebrantable. Las noches se convirtieron en una extensión del día mientras revisaba montañas de documentos, se enfrentaba a la burocracia y negociaba con diversos actores en el concurso y en las causas penales.
Todo este esfuerzo valió para que ese hombre recuperara poco a poco su tono vital sintiendo que alguien le comprendía y tenía fe en él, que alguien llegado de muy lejos iba a reivindicar su “buen nombre” o, lo que es lo mismo, a posibilitar el renacimiento de su autoestima. Y todo esto a base de demostrarle que el verdadero camino era la lucha firme y noble por el derecho pese a las presiones y condicionamientos. Al cabo de unos meses ese hombre había cambiado radicalmente de actitud.
No es tan inusual como podría pensarse que una persona internalice la ansiedad, es decir, que la dirija hacia sí misma. Este fenómeno se manifiesta frecuentemente a través de síntomas como el insomnio, la inhibición y la tristeza profunda. Este patrón se observa a menudo en situaciones de ruina económica, donde la pérdida de dinero no solo representa una pérdida material, sino también una pérdida de poder y, en última instancia, de las oportunidades y posibilidades que definían el sentido del yo de la persona afectada. En nuestra sociedad, donde el estatus económico está estrechamente vinculado al reconocimiento social y a la percepción del valor personal, la ruina financiera puede llevar a una crisis de identidad y autoevaluación devastadora. Esta realidad refleja de manera cruda la forma en que valoramos los aspectos materiales sobre los aspectos emocionales y personales. La dolorosa verdad es que, en comparación, la pérdida de un hijo, aunque profundamente devastadora, no tiene el mismo peso o significación en términos de reconocimiento social y estatus. En contraste, la pérdida económica tiene un impacto tangible y directo en la posición social y en las percepciones del valor y éxito personal, revelando así las prioridades y valores que predominan en nuestro mundo actual. Cruda realidad.