La figura del juez al escuchar a un abogado en pleno juicio se asemeja a la del espectador en un teatro, donde el abogado actúa como el protagonista de una trama legal que se desenvuelve ante sus ojos. El juez, sentado en su butaca de autoridad, debe observar con aguda atención y discernimiento cada palabra pronunciada por el abogado, no solo para entender el guión de la argumentación, sino también para evaluar la sinceridad, la lógica y la persuasión que se desprenden de ella.
Pero ocurre en ocasiones que entre las palabras indescifrables del abogado, el juez se encuentra atrapado en un choque entre dos realidades. Por un lado, la responsabilidad de impartir justicia y desentrañar la verdad; por otro lado, la rutina implacable de la vida fuera de los tribunales. Poco a poco a medida que transcurren las manecillas del reloj su mente empieza a oscilar entre el análisis de la argumentación legal y las imágenes de su horario agitado, y al rato las palabras del abogado acaban convirtiéndose en pompas de jabón, ingrávidas y sin significado.