En la sala de juicios el fiscal inquiere con rigor,
al acusado en su mirada no muestra temor:
“¿no vio la señal de ciento veinte por hora?”
El acusado, serio, responde sin demora.
“Verá, señor fiscal, permítame explicar,
a doscientos cincuenta no podía mirar,
las señales de tráfico, una distracción letal,
a esa velocidad, sería un error fatal.”
El juez y el jurado, asombrados quedaron,
ante tal argumento, sus risas no ocultaron,
el humor en el juicio, un giro inesperado,
el acusado con ingenio, su inocencia ha alegado.
Así concluye este juicio, con risa singular,
el acusado se libra, sin necesidad de apelar.
A veces, el humor y la astucia pueden triunfar,
y el acusado, esta vez, supo bien cómo jugar.
Pero hete aquí que al salir del juzgado,
el acusado con su coche atropella al fiscal,
ante la mirada del juez y del jurado,
un giro trágico, un inesperado final.
El jurado que reía, ahora enmudece,
el juez incrédulo, la cabeza estremece,
el humor que reinaba, se torna en tragedia,
en ese lugar la tristeza a todos asedia.
El acusado, incrédulo, baja del vehículo,
mira al fiscal caído, roto y maltrecho,
se pregunta si esto es destino o desatino,
un final inesperado que rompe un final perfecto.
El fiscal, incrédulo, en el suelo ahora yace,
mientras el acusado con mirada audaz se place
diciendo al juez y al jurado, con tono socarrón:
“¿Ven, señores, mi defensa tenía razón?”
“La distracción letal a la que me refería,
ahora queda clara, ¿verdad? Les pediría
que consideren este hecho accidental,
una prueba de que mi inocencia es fundamental.”
El juez, perplejo, se rasca la cabeza,
el jurado murmura con cara de tristeza,
y el acusado, con ironía en su voz:
“¡el destino tiene un sentido del humor atroz!”
La ironía del destino ha dado su veredicto,
un giro inesperado, cruel y retorcido,
el juicio que era risa se torna en tragedia,
y el acusado, ahora reo, enfrenta su propia comedia.