En la corte, un día sombrío y austero,
el juez al acusado pide sincero,
«¿culpable o inocente?», pregunta con firmeza,
este, en suspenso, busca una respuesta.
Sus manos esposadas, su mirada incierta,
ante el mazo del juez, su destino se alerta,
«¿me declaro culpable?», duda en su voz,
mientras el jurado observa, expectante y veloz.
La sala se estremece, la tensión aumenta,
el acusado sabe que su elección cuenta.
«Señor juez», contesta con aire risueño,
«mi respuesta no es un simple deseo,
depende de pruebas, de lo que digan ellos,
los testigos son quienes aclararán los misterios.»
El tribunal queda en un gran desconcierto,
los abogados se miran sin acierto.
el jurado ríe ante tal ocurrencia,
y el juez, entre risas, espeta a la audiencia.
Los testigos en fila, la verdad revelarán,
el juicio proseguirá y la historia contarán,
el destino del acusado en sus manos quedará,
en ese tribunal donde la justicia se buscará.
Así en esta escena de drama y lamento,
la respuesta del acusado es su argumento,
el acusado, sabio, su destino confía,
en manos de testigos, a su suerte lo guía.