No hay mejor receta que el hambre. Y hoy el juicio ha sido generoso con mi estómago. Ha salido, lo que se dice, a pedir de boca.
Hay una verdad ineludible en esta expresión, pero me hallo en una disyuntiva de pensamientos que me impiden disfrutar plenamente de esta sensación. En otras circunstancias este apetito me permitiría anticipar al cliente noticias auspiciosas. Sin embargo, acabo de ver a mi abogado oponente en el otro extremo de la cafetería desayunando con una avidez que me resulta perturbadora. Mientras espero mi desayuno no puedo sino reflexionar sobre la paradoja de la justicia, donde la satisfacción de uno no siempre es el preludio del infortunio de otro.
Después de un rato, con el café y el croissant en la mesa, me olvido de la presencia de ese hombre y mis pensamientos derivan hacia el concepto de la ayuda concomitante. Para aquellos que no estén familiarizados, se refiere a esa gracia divina que Dios otorga a los seres humanos durante sus acciones para ayudarles a evitar el pecado. Reflexiono sobre esta idea, dándome cuenta de que nuestra profesión, al igual que el amor, lleva consigo la justificación de todo lo que nos obliga a hacer. ¿Cuántas veces defendemos posiciones que contradicen la jurisprudencia, o incluso el sentido común? Esto ocurre, en parte, porque el derecho es como una vasta biblioteca borgiana, un universo de conocimiento y ambigüedad, donde cada argumento y cada precedente se entrelazan en un tapiz infinito de interpretaciones y posibilidades. Pero también ocurre porque en este cosmos jurídico, a menudo nos vemos obligados a maniobrar entre sombras y luces.
Supongo que los sentimientos morales cuando un caso se embrolla con embustes o cosas del género deben ir a juego con el talante de cada abogado. Para quienes les afecta sinceramente el ánimo, que los hay, se me ocurre que igual convendría habilitar en uno de los rincones de los juzgados algo parecido a un confesionario. Si no podemos evitar el pecado, hagámoslo cuando menos más llevadero permitiendo su disculpa. Y para quienes alegrándose a la salida de un juicio de sus ardides no pierden el apetito ni el sueño, que en el próximo juicio Dios, o el juez, los coja confesados.
Bon appetit!.