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Desayuno con un abogado

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La parábola del artesano que se hizo abogado. Entre la durabilidad y el olvido

Los abogados después de muertos no dejan nada. Los trabajadores de la construcción, los agricultores, aun los criados, dejan algo de duradero. Cuando los abogados fallecen nada queda” (Carls Sandburg)

Pues sí, desalentador.

Había una vez un hábil artesano que siguiendo la profesión de su padre dedicó su juventud a la creación de maravillas. Cada mañana al despertar sus manos se ponían en marcha para moldear la arcilla con un esmero casi reverencial. Sus obras de cerámica, con sus formas elegantes y colores vibrantes, eran el testimonio tangible de su talento y paciencia. La gente venía de todas partes para admirar y comprar sus piezas.

Pero el joven artesano sintió la llamada de un nuevo destino, así que abandonó su querido taller y con el paso de los años se convirtió en abogado. Se lanzó con fervor a esta nueva vocación. Preparaba los casos cuidando meticulosamente los argumentos, pronunciando discursos memorables y peleando con fervor en los estrados.

A medida que fue envejeciendo las victorias que antes se comentaban en los juzgados y llenaban de gloria sus días, comenzaron a desvanecerse lentamente como castillos de arena golpeados por las olas. Cuando finalmente dejó este mundo ya nadie habló de sus hazañas legales.

En contraste, sus antiguas piezas de cerámica permanecieron inalterables en el rincón de las estanterías de quienes las habían comprado. Estos objetos, cada uno impregnado con la esencia de su dedicación y creatividad, continuaron deleitando a quienes los contemplaban.

Si nos ponemos a pensarlo con un poco de ironía, tal vez Sandburg tuviera algo de razón. Quizás ser un abogado y trabajar para dejar un legado intangible es solo una elegante manera de decir que lo mejor que puedes esperar es un bonito epitafio y que, con suerte, alguien lo lea al pasar por delante. Mientras tanto, los viticultores seguirán cosechando y los obreros seguirán construyendo, y ellos sí que dejarán algo: una bodega llena de buenos reservas y un edificio en el horizonte.

Un discurso bien elaborado y meticulosamente argumentado por un abogado puede, sin duda, elevarse a la categoría de una auténtica obra maestra. La elocuencia de sus palabras, la precisión de su lógica y la pasión de su oratoria pueden llegar a transformar una simple exposición en un acto de arte persuasivo. Pero al terminar y luego al salir, la sala de vistas que acogió esa obra seguirá inmutable, con sus cuatro paredes, inmóviles y frías. Esta es la paradoja dolorosa de un arte que no deja huella en el escenario que lo recibió.

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