Para quienes nos dedicamos al apasionante y a menudo tormentoso mundo de los litigios, la justicia tiene mucho de impredecible como el juego de la oca. Cuando logramos una victoria sufrida y casi inesperada, es como caer en la casilla de la oca, donde al grito jubiloso «de oca a oca y tiro porque me toca» nos sentimos impulsados hacia adelante por una oleada de satisfacción y adrenalina. En esos momentos la sangre nos late con más fuerza y la embriagadora sensación del triunfo nos llena de una confianza casi mítica. Nos vemos invencibles, listos para enfrentar un nuevo desafío.
Sin embargo nuestra realidad también es un carrusel de incertidumbres y vicisitudes. Las derrotas inesperadas se asemejan a caer en las sombrías casillas del pozo, la cárcel o el laberinto. Más funestos aún son aquellos infortunios inesperados que nos precipitan de repente a la temida casilla de la calavera obligando a nuestro espíritu a recomenzar desde la nada. La decepción se cierne entonces sobre nosotros como una sombra persistente, mientras la duda insidiosa nos susurra al oído como cuestionando nuestras habilidades, planteamientos y estrategias. Pero al igual que en el juego, no nos queda más opción que levantarnos, sacudirnos los desengaños y proseguir adelante. Es en estos momentos de adversidad cuando se mide la verdadera resiliencia del abogado: su capacidad para recomponerse y retornar a la contienda con la misma determinación y ansia de victoria con la que se inicia cada partida.
Así, entre éxitos y fracasos, proseguimos nuestra travesía por el laberíntico tablero de la justicia, aguardando con esperanzada expectación que los dados nos regalen un «de puente a puente y tiro porque me lleva la corriente». En cada lanzamiento, en cada movimiento, revivimos la eterna dualidad de la justicia y el azar, conscientes de que nuestro destino, aunque incierto, está en manos tanto de nuestro esfuerzo como de los caprichos del destino.
Observa con crudeza Giucciardini en sus Recuerdos que las sentencias de nuestros Tribunales, con todas las cautelas procesales que los juristas han excogitado para hacerlas menos falaces, consiguen ser justas en el cincuenta por cierto de los casos, lo mismo que las de los jueces turcos, que se han hecho proverbiales por dictarlas a ciegas; y parece que con esto quiere dar a entender que todos los cuidados puestos por los pueblos civilizados para perfeccionar el ritualismo judicial, se los lleva el viento, y que mejor sería, en lugar de ilusionarse con la esperanza de que nuestra pobre lógica de criaturas imperfectas consiga jamás encontrar la justicia, seguir el ejemplo del buen juez de Rebelais, que para ser imparcial decidía los pleitos con los dados. (Elogio de los Jueces, Piero Calamandrei)