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Desayuno con un abogado

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De ciertos acomplejamientos por parte de los abogados

A diferencia de lo que ocurre en el proceso penal y, en menor medida, en el laboral, en el civil suele producirse un mayor distanciamiento del justiciable. Sus posibilidades de participación en el pleito son menores al punto que, frecuentemente, cuando recibe la sentencia ni siquiera ha visto al juez, ni oído las alegaciones de los abogados, ni intervenido en la mayoría de las diligencias por las que ha ido transitado su suerte.

A mi modo de ver los abogados deberíamos evitar esta clase de aislamiento y, en contra de una práctica excesivamente generalizada, acercar al cliente al proceso, haciéndolo partícipe de todas sus secuencias. Leerle la demanda, mostrarle la contestación de la parte contraria, invitarle al solemne acto del juicio, darle cuenta de los incidentes explicándole su sentido y finalidad; en una palabra, desempeñar una labor pedagógica. Solo así, involucrándolo de manera significativa y transparente, podemos mitigar el impacto emocional de un resultado adverso y fortalecer su confianza en la justicia. Lo desaconsejable es alejarlo del pleito con cosas así: «Usted no se preocupe de nada. Cuando salga la sentencia, ya se lo haré saber».

No dispongo de datos para generalizar esta afirmación, pero personalmente he constatado que cuando el cliente participa en la preparación, ejecución e incidencias del juicio, menor es el impacto psicológico que le produce la sentencia cuando es adversa a sus expectativas.

Estoy convencido de que este distanciamiento entre el abogado y el cliente se debe, en la mayoría de las ocasiones, a una especie de inseguridad en nosotros mismos. Tememos que su participación activa pueda interferir en el desarrollo estratégico del caso o, peor aún, que nuestras propias limitaciones y carencias profesionales queden al descubierto.

Esta última es precisamente la situación que he vivido esta mañana al salir del juicio cuando el cliente se ha mostrado molesto conmigo por, a su parecer, la mayor vehemencia y locuacidad exhibidas por el abogado contrario.

Ahora, desayunando, me viene a la cabeza este pensamiento de Calamandrei que mi oponente no debería haber descuidado de haber conocido al juez al que se estaba dirigiendo:

«El abogado debe saber sugerir al juez tan discretamente los argumentos para que le dé la razón, que lo deje en la convicción de que los ha encontrado por sí mismo».

Claro que no le he respondido con esta cita. Hubiera resultado demasiado pretencioso por mi parte. Sin embargo, debo admitir, mientras tomo el café, que la ironía de la situación no deja de rondarme por la cabeza. Aquí estoy, tratando de explicar la importancia de involucrar al cliente en cada paso del proceso judicial y, sin embargo, enfrentándome a la cruda realidad de que mi cliente ha quedado impresionado por un abogado que, según él, parecía tener la elocuencia de un Demóstenes moderno.

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