Un juez debe conocer mejor el alma humana que los propios representantes de la religión
Para obtener un resultado provechoso de esa función didáctica a la que me referí en una entrada anterior (la sentencia didáctica) también es preciso que tanto el abogado como el juez hagan un uso persuasivo de la palabra. Esto es, que al hablar o al escribir, lo sepan hacer con cierta dosis de efectividad y sugestión, con la plasticidad adecuada para acomodarse a las pautas, los sentimientos y los prejuicios del destinatario, y con un trasfondo emocional cuando se haga preciso reflejar la empatía.
Pocas personas como los juristas están tan indicadas para seducir con la palabra. En la medida en que la palabra del juez o del abogado sugestione al conflictuado, en esa misma medida logrará purificar su alma de los demonios de la agresividad y frustración.
Que todo esto no se logra en media hora, no hace falta ni razonarlo. Que para ello se precisa mucha vocación humana, queda también sobreentendido. Nada digamos ya respecto de las condiciones técnicas que se requieren para la práctica, naturalmente ocasional, de este arte, muy particularmente la formación psicológica de los jueces y abogados.
En el uso de la palabra juegan siempre un primordial papel todas aquellas expresiones reforzadoras de la autoimagen y autoestima. Veamos algunos ejemplos:
- Hemos de convenir que en el fondo, usted no se encontraba nada a gusto en la empresa que le ha despedido.
- Si usted hubiese sabido que iban a expropiarle para construir una carretera, no hubiera comprando la finca. Nadie hubiera podido preverlo.
- Aunque el género que le han servido pudiera no ser el mismo, usted puede comercializarlo muy fácilmente gracias a su buena organización.
A primera vista parece que la oportunidad de esta estimulación puede darse más en la esfera del abogado interviniente en la consulta que no en la del juez que dicta la sentencia, pues este último jamás podrá intercomunicar tan íntimamente con el justiciable. Ahora bien, sin descontar la posibilidad de que frecuentemente ello sucede de esta manera, tampoco cabe que desdeñemos otras posibilidades contrarias. Voy a ilustrarlo con este caso extraído de la realidad.
El caso de un chico sordomudo que cometió un accidente de tráfico
Un muchacho de 19 años, sordomudo de nacimiento, cometió un accidente de tráfico al pasarse distraídamente la luz roja del semáforo. El hombre fue uno de los pocos que, educados en una escuela especial para sordomudos, logró obtener el carnet de conducir lo cual le llenaba de orgullo y constituía para la propia escuela una muestra muy estimable de su eficacia pedagógica y de la posibilidad de rehabilitación. Pero momentos antes del juicio se hallaba compungido. Le acompaña su hermana, psicóloga, quien advierte que la preocupación de su hermano radica en que la sociedad le siga considerando un inútil, lo cual significaría una regresión en su difícil y esforzado proceso de aprendizaje y maduración. Naturalmente, en el acto de la vista su abogado casi se limitó a indicar al juez que el hombre reconocía su culpa pero que existía el peligro de que hiciese una fatal asociación entre la sordomudez y el resultado de su imprudente conducir, siendo así que el hecho de no adivinar un semáforo nada temía que ver con los órganos afectados por su lesión.
¡Qué gran oportunidad de dictar una sentencia en la que, sin dejar de sancionar la conducta incorrecta, reservara, aunque una breve referencia, a enaltecer su íntegra capacidad psicofísica para conducir un automóvil, o, sencillamente, para recordar que su capacidad auditiva en nada fue la causa del accidente! Pero desgraciadamente, la sentencia, perfecta en su género jurídico, se limitó a citar una serie de artículos y el hombre salió condenado y pensando que un sordomudo no puede andar solo por la vida.


