En un anterior artículo escribí cerca de los efectos de la consulta con un abogado. Exactamente de la función catártica que juega éste cuando el cliente se halla más próximo a la situación frustratoria y todavía no ha tenido tiempo de desgastarse por la fatiga. Probablemente este sea uno de los momentos más críticos en los que hay que conciliar el ánimo del cliente con la propia realidad del caso.
Al cliente, cuando nos referimos a su oponente, le gusta escuchar en la primera consulta cosas de índole muy diversa. “Vamos a requerirle notarialmente”, “le escribiré dándole un plazo de quince días”, “redactaré la demanda y la presentaré ya”, “le haremos un embargo preventivo». Por ejemplo, en el ámbito laboral el trámite de la conciliación previa facilita la adecuación de este tipo de respuestas que el cliente suele percibir por lo común como un paso airoso hacia el éxito. Cosas así acostumbran a sonar a música celestial en sus oídos, por que actúan como un nuevo estímulo que hace aumentar la tensión afectiva provocada por la aversión hacia su contrincante.
La sola creencia de que el abogado va a poner esos mecanismos coercitivos necesarios para vencer al adversario, aparte de reducir su ansiedad, opera eficazmente en esta función catártica. Desplazan la agresividad del cliente hacia otros niveles socialmente no tan peligrosos ni alarmantes.
El problema puede venir, cuando esos mecanismos no se acaban activando en contra de lo prometido, o se retrasan más de la cuenta. Convendría tomarse las cosas con delicadeza evitando llenar la cabeza del cliente con vanas expectativas, o sobredimensionándolas más de la cuenta. Podemos correr el riesgo de que sus respuestas adrenérgicas se giren contra nosotros. Y no son pocas las ocasiones en que el cliente acaba percibiendo el fracaso como producto de la impericia del abogado. Lo cual, en ocasiones, suele por cierto traducirse en un pleito por responsabilidad civil.
Bien haríamos en medir la respuesta optimizar simples hipótesis en un resultado cierto y seguro.