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Desayuno con un abogado

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Justicia líquida y motivación

Apropiándome de la metáfora de Zygmunt Bauman, afirmo que la Justicia ha decaído en un profundo estado de liquidez. De esto puede dar cuenta ese curioso y cada vez más extendido fenómeno de mistificación por el que doctores e iniciados convierten cualquier tesis o interpretación en real con tal de que parezca verosímil. Por decirlo más llanamente, el sentido común se ha vuelto ingrávido.

Como esta crítica nos alcanza a todos, cito el caso de un litigio de una cuantía cercana a los 300.000 €, en el que uno de los abogados instó la aclaración de la condena por cuestión de medio céntimo de euro. Por añadidura, resulta que lo que bien podría haberse despachado en cuestión de segundos recurriendo a la máxima de minimis non curat praetor, precisó, sin embargo, de cuatro meses y de apenas dos líneas. Singularidades como éstas nos las encontramos a diario y, lo peor, es que las normalizamos, síntoma de un estado de anomia altamente preocupante. Lo es porque aceptar como un hecho normal de la vida que una sentencia se dicte a los seis meses de celebrado el juicio, que este se señale a dos años vista, o que llegado por fin este día se demore su inicio dos horas, si algo hace es naturalizar perniciosamente esta clase de acontecimientos. Con ello, haciéndolos «líquidos», se da pie a su vez a su retroalimentación en una espiral que poco a poco se va extendiendo indolentemente, dejando a su paso muestras en ocasiones de un paradoxismo sonrojante.

Desde una perspectiva sociológica, tengo para mí que a los males endémicos de nuestro sistema judicial se han venido a sumar los traídos con esta modernidad líquida de la que nos hablaba el filósofo y ensayista polaco-británico con sus referencias a la pérdida de solidez del Estado, la familia, el empleo o el compromiso del individuo con la comunidad. De esto se trata precisamente, de falta de compromiso por quienes estamos implicados en el noble arte del litigio, porque, unos más, otros menos, el caso, como digo, es que nos hemos instalado en una suerte de desafección ajenos a los principios y valores que deben orientar su ejercicio. Lo importante hoy para el sistema es que siga fluyendo en los pasillos de nuestros juzgados el constante hormigueo de cada día; todo lo demás, incluso la sentencia, se ha vuelto un mero dato estadístico.

Esto, sin más, es un síntoma de un declive simbólicamente anunciado, por cierto, por la cada vez más generalizada práctica con la que muchos letrados y jueces se presentan en la sala de vistas con una vestimenta más próxima a una tarde de compras que a una liturgia. ¿Qué sensación nos despertarían los lienzos de Cesare Maccari viendo a Cicerón, al resto de senadores y al propio Catilina sin sus togas?

Con esto que vengo expresando no pretendo en modo alguno sobrevalorar el pasado. No es cuestión de melancolía, sino más bien conmoción por un presente que más que alentar ilusiones, rasga el lustre de nuestras togas.

Traigo estas reflexiones a propósito de una sentencia de un Juzgado de lo Social de Barcelona que recibí hace unos días, y cuyo interés es doble. De un lado, porque ejemplifica el desencanto expresado hace unos instantes. Y, de otro, porque desde el plano de la dogmática me permite hablar de la función pedagógica de la motivación.

El caso en cuestión tiene que ver con un conflicto con cierta complejidad fáctica y también jurídica, y sin necesidad de entrar en sus pormenores diré tan solo que el juicio se alargó por un tiempo cercano a la hora. De las cuatro páginas que ocupa la sentencia, el fundamento de la condena se reduce a este pasaje:

La empresa se opuso a la demanda, pero hay una previsión en el Convenio que da la razón a la tesis del reclamante

Una sentencia adversa puede constituir un viacrucis para el abogado, sobre todo si está debidamente motivada. Enfrentándose este al fatídico trance de informar al cliente de su desdicha, decirle que muy a tu pesar está correctamente motivada no siempre es el camino más adecuado para que se convenza de que se ha hecho justicia. Lo que para nosotros, como profesionales del derecho, puede resultar justo no es para aquel más que el reverso de un impulso más primigenio denominado sentimiento de injusticia que, en el campo de otras reacciones vegetativas, se corresponde con la frustración o la ira. ¡Mire abogado, qué injusticia!

Una sentencia impecable en sus razonamientos no implica que sea justa, ni al revés, pues en ocasiones ocurre todo lo contrario, que siendo justa adolece de esta virtud. Por su parte, una motivación breve puede trasladar una ingrata idea de descuido, desdén o falta de compromiso por parte del juez. Pero, en relación con estas, cuidémonos los abogados al recurrirla de desdeñar su labor por la impresión que pueden dejarnos unas pocas palabras o frases. A buen entendedor, la más alta inteligencia no suple la falta de oído. Por su parte, una motivación impecable en la que las premisas y las consecuencias extraídas a partir de las mismas aparecen entrelazadas con suma perfección, puede recordarnos que una taza es mucho más frágil cuanto de mayor calidad sea la porcelana. Y otras veces faltan los razonamientos o se revisten de insustanciales argumentos, cuando no de fatigosos giros, supuestos que aproximan el resultado a algo más cercano al arbitrio.

Al momento de recibir una sentencia desfavorable, es más provechoso que el abogado temple su ánimo y posponga para más tarde una segunda lectura. Por lo pronto, mejor no liarse la manta a la cabeza ni hacer discurrir en su interior raudales de hiel y de amargura, haciendo ver al cliente que su infortunio es algo pasajero. Para atemperar el pulso de la estilográfica al recurrirla, la ley ya nos dispensa de un plazo terapéutico ampliamente holgado. Llegado este momento, con la razón abierta a oír lo que no quiere escuchar el corazón, el abogado se encontrará ya en mejor disposición para analizar cuán sólidas o frágiles son las costuras de la sentencia. A veces, soplando sobre los resplandores puede acabar descubriéndose un halo de luz. Y si después de tanto esfuerzo acaba encontrando en qué exacto momento el juez distrajo su atención para desviarse del sendero de la lógica, entonces habrá hallado, cual el buen vino que resucita al peregrino, el bordón para proseguir su andadura en instancias superiores.

La motivación de la sentencia supone, ante todo, exponer las razones que determinan el sentido de su fallo. Ocurre, sin embargo, que en muchas ocasiones se descuida por parte de sus redactores su función social, como instrumento pedagógico, y se relega a los abogados a suplirla con la difícil tarea de hacer ver al cliente que su desdicha ha sido el necesario punto de llegada de un meditado razonamiento y no algo producto del azar. El problema para el abogado, entre tantos, aparece en estos casos en los que la motivación se reduce estampando el sello del sic hoc volo, sic iubeo, pues así como es difícil convencer al cliente de que la sentencia es justa a pesar de no darle la razón, igual lo es explicarle por qué su caso no mereció mayor atención que la ejemplificada en esas dos líneas de la sentencia.

Soplo a través de ellas y veo resplandecer el art. 24 de la Constitución. Ha llegado el momento de ponerse a redactar el recurso. Trataré de no decaer en esa otra desazón que produce ver cómo desde instancias superiores se tapan a veces ciertas desventuras con tal de mantener una imagen lo más inmaculada posible de nuestra Justicia. Pero esto es harina de otro costal.

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