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Desayuno con un abogado

Tertulias de café / Relatos /

Rufo, el perro que orinaba sobre la fe

realismo magico

(1)

Esto que voy a contar me ocurrió en una de mis salidas a esos pueblos ocultos entre montañas donde el tiempo, más que haberse detenido, parece haber elegido otro rumbo. Ya quedan pocos lugares así donde la vida se aferra con silenciosa terquedad, donde persisten las cosas que las ciudades han dejado atrás: la quietud, la memoria, la resignación y, sobre todo, el inquebrantable empeño de seguir siendo.

No diré el nombre del pueblo porque, entre otras cosas, prometí a los aldeanos que guardaría el secreto a cambio de que me perdonaran la vida. Y a decir verdad, no era un trato del todo injusto.

Cuando llegué, lo primero que me llamó la atención fue Rufo, un perro flaco y terroso que aún temblaba por una reciente paliza. Tenía el hocico rajado, una oreja mordida y la expresión filosófica de quien ya ha entendido que la vida no tiene sentido, pero igual sigue adelante. Luego, como contaré con más detalle, supe que lo habían golpeado porque orinó donde no debía. Pero también podrían haberle apaleado porque Julián se encargaba de darle de comer. Y en aquel pueblo ser Julián ya era razón suficiente para cualquier desgracia.

Esto porque sobre Julián circulaban rumores. Los rumores hablan en silencio, y uno de ellos decía que había violado a Carmen. Pero también se decía que Carmen lo amaba, aunque no lo soportaba, y que por eso se fue una noche sin aviso. O que no se fue, sino que la hizo desaparecer. Se decía. Se rumoreaba. Porque en los pueblos, los rumores tienen la costumbre de convertirse en historia, y la historia, con el tiempo, se confunde con la verdad. Si alguien hubiera encontrado el cuerpo de Carmen, quizá el rumor habría muerto con ella o habría servido para dar origen a otro rumor. Pero el cuerpo de Carmen nunca apareció. Y así fue que Julián siguió errando por las calles, con la espalda encorvada y la sombra demasiado larga para la hora del día. Porque la culpa, real o imaginaria, no necesita confesión cuando está escrita en los ojos de quienes la esperan.

Rufo, sin embargo, no entendía de rumores ni de culpas. No pertenecía a nadie, porque un perro no pertenece más a un hombre de lo que una sombra pertenece al que la proyecta. Como todos los perros, vivía con la despreocupada sabiduría de los que no se hacen preguntas innecesarias. Por eso, sin reparar en las reglas que los humanos inventan para luego violar, levantaba la pata y dejaba caer su pis sobre la cabina telefónica. Luego, pasados unos segundos, venía el castigo. Alguien, cualquiera, el primero que lo viera, lo apaleaba.

Esto ocurría porque no era una cabina cualquiera.

Hubo un tiempo en que la cabina no fue más que eso: un artefacto funcional de metal y vidrio. Pero el progreso llegó en forma de un decreto frío y burocrático que ordenaba borrar del mapa del país todas las cabinas. La compañía telefónica envió a sus operarios a desmontarlas con la indiferencia de quien arranca un poste vencido por el óxido, como si solo fueran restos de una escenografía gastada tras el último acto de una obra olvidada.

Pero algo salió mal en este pueblo.

Para cuando intentaron llevarse la cabina, ya no era solo un objeto, sino un lugar de culto. Tal cual. La transformación había comenzado años atrás, el día en que un viejo —de esos que hablan poco, pero cuando lo hacen es para dictar verdades inapelables— afirmó haber presenciado un milagro.

Contó que una anciana, la más encorvada del pueblo, escuchó el timbre de la cabina, se detuvo frente a la puerta con vacilación, entró y extendió una mano.

El viejo no oyó lo que le decían desde el otro lado de la línea. Pero lo cierto es que, cuando salió, ya no era la misma. Su espalda se había enderezado. No quedaba rastro de la joroba. Y su andar, antes lento y penoso, se volvió desde entonces firme y seguro.

Luego llegaron otros relatos. Un hombre juró haber oído al acercarse al auricular el susurro de su esposa muerta, pronunciando su nombre con la voz exacta que él creía perdida para siempre. Y cuando un incrédulo intentó arrancar la puerta, convencido de que la cabina estaba maldita, un rayo partió en dos el árbol más viejo de la plaza sin dejar una sola nube en el cielo que pudiera justificarlo.

Poco más hizo falta para que la cabina acabara convirtiéndose en un objeto de devoción. Al principio, fueron velas encendidas a su alrededor, después estampas de santos pegadas con celo envejecido en los vidrios polvorientos. La gente comenzó a tocar su cristal con respeto, a susurrarle deseos como quien se confiesa. Y hasta el párroco, que al principio consideró todo aquello como supersticiones, terminó persignándose cada vez que pasaba frente a ella.

Así que cuando la compañía telefónica envió a los operarios el pueblo entero se congregó. No hubo insultos ni empujones, solo la certeza de que aquella cabina solo pertenecía al pueblo.

“No se toca”, dijeron.

Y cuando a un pueblo se le mete algo en la cabeza, no hay destornillador ni decreto que pueda hacer nada al respecto.

(2)

Todo esto me lo contó el camarero del único bar del pueblo al que fui en cuanto llegué y aparqué el coche. Al cruzar la puerta me envolvió una atmósfera espesa de humo rancio y conversación pausada. Detrás del mostrador el camarero limpiaba un vaso con la parsimonia de quien ha aceptado que el tiempo no se aprovecha, solo se mata, aunque sea a paños lentos. Era un hombre de cejas espesas y mirada de tedio perpetuo, que parecía haber hecho de aquel gesto una rutina interminable. Me sirvió un café humeante en una taza que, en otro siglo, quizá fue blanca, y yo me dejé envolver por la decadencia acogedora del lugar: mesas cojas, un mostrador ajado, botellas alineadas en un estante donde el polvo había encontrado un hogar definitivo. Afuera, la plaza dormitaba bajo un cielo indeciso, entre el gris y el azul, con dos viejos en un banco de madera repasando historias de otras épocas, de esas que duelen incluso cuando ya no importan.

Al preguntarle por el perro el camarero dejó de limpiar el vaso que tenía entre las manos y me miró con esa expresión de quien sabe que está a punto de contar algo que no tiene explicación pero que, sin embargo, es verdad. Se apoyó en la barra con los codos, se pasó la lengua por los labios resecos y, sin cambiar el tono de voz ni la cadencia con que secaba los vasos, me dijo que nadie en el pueblo entendía el motivo de su comportamiento. Cada día, a las doce en punto, Rufo dejaba de hacer lo que estuviera haciendo, que en general no era nada más que deambular por las calles con su andar torcido, olfatear los restos de comida junto a los cubos de basura o espantarse las moscas con un movimiento cansino de orejas. Pero a esa hora exacta se incorporaba con una dignidad insólita, estiraba las patas con solemnidad y, con paso seguro, se dirigía hacia la cabina telefónica como quien acude a una cita impostergable.

Lo extraño no era solo la precisión de su rutina, sino el hecho de que, justo a las doce en punto, el timbre de la cabina resonaba. Ocurría cada día entre semana, sin falta, desde hacía más de una década, desde aquel día en que los operarios de la compañía telefónica se marcharon con el desconcierto adherido a la piel y la certeza de que allí sucedía algo que desafiaba su comprensión. Al principio, la gente no le dio importancia. Pero con el tiempo los aldeanos empezaron a ver en aquel timbrazo un mensaje divino y a convencerse todavía más de la trascendencia sagrada que había adquirido la cabina. Algunos se santiguaban al escucharlo, otros inclinaban la cabeza en señal de respeto, y no faltaban quienes murmuraban plegarias al pasar, convencidos de que aquel sonido no era otra cosa que los latidos de Dios.

El caso es que, según siguió contándome, los más piadosos del pueblo interpretaron que Rufo era un hereje enviado por el diablo. Un animal no podía irrumpir en la sacralidad del lugar y profanar con su orina lo que una mayoría del pueblo había decidido convertir en sagrado. Así que lo apaleaban. No siempre la misma persona ni con la misma violencia, pero el castigo llegaba de algún lado, como si fuera un deber comunitario, una forma de imponer orden y respeto.

Cuando salí del bar, el cielo seguía sin decidirse entre el gris y el azul. Caminé por las calles empedradas, donde las casas de adobe, gastadas por el tiempo, se alineaban con rigidez. Los techos de tejas vencidas se hundían un poco, y en las ventanas, detrás de rejas oxidadas, asomaban geranios.

Esa noche me hospedé en un hostal discreto, de esos que parecen existir solo para los que llegan de paso y desaparecen sin dejar rastro. Tenía pasillos largos y habitaciones de techos altos, con muebles de madera oscura que crujían cada vez que me movía. El aire dentro olía a humedad, a ese olor de ropa de cama que nunca termina de secarse del todo. Dormí mal, pensando en el pobre Rufo.

(3)

A la mañana siguiente, después de un desayuno sin prisa, salí a caminar por la plaza del pueblo, donde como cada cierto día de la semana algunos vecinos tenían montados sus pequeños puestos. Una mujer acomodaba frascos de miel y mermeladas caseras sobre una mesa de madera, mientras el aroma a pan recién horneado se filtraba desde la panadería cercana. Un pastor descargaba quesos curados envueltos en paños, charlando con el camarero del bar. Todo transcurría con esa calma tan propia de los pueblos de montaña.

Luego tomé un sendero que bajaba hacia el río, bordeado de prados salpicados de flores silvestres. El agua discurría serena, arrastrando hojas secas y reflejando un cielo indeciso, atrapado entre nubes errantes y retazos de azul.

En algún momento, sin que me diera cuenta, empecé a medir el tiempo de otra manera, como si algo dentro de mí se hubiera alineado con el ritmo callado del pueblo. Eran las once y media, y sin pensarlo demasiado giré sobre mis pasos y me dirigí de nuevo a la plaza. Había algo en la historia de Rufo que no terminaba de soltarme, una atracción sutil pero ineludible que me arrastraba de vuelta a la cabina.

Cuando llegué, varias mujeres y un hombre permanecían frente a la cabina. No parecían rezar, pero sus gestos contenían una especie de reverencia silenciosa. El vidrio polvoriento y opaco apenas atrapaba la luz difusa del mediodía, y en su interior, el auricular parecía el miembro atrofiado de un cuerpo olvidado. A su alrededor unos cirios consumidos hasta la base formaban un semicírculo sobre la acera; y unas estampas religiosas, pegadas con celo envejecido, resistían el embate del sol y la lluvia con sus colores ya desvaídos por el tiempo. No había un único santo al que rendir tributo, sino un mosaico de fe dispersa: un San Expedito con su gesto apremiante, una Virgen del Carmen de bordes rasgados, una estampita de San Judas Tadeo que alguien había asegurado con un alfiler …

A las doce en punto, puntual como el destino, Rufo apareció desde la otra esquina. Venía con su paso desgarbado pero seguro, con la misma expresión de quien ya lo ha visto todo y ha decidido que nada merece demasiada emoción. Se detuvo un instante antes de cruzar la plaza, levantó la cabeza, miró a los lados como si estuviera comprobando que nadie interrumpiría su ritual, y luego avanzó sin prisa hasta la cabina. Contuve la respiración, como si cualquier movimiento pudiera alterar el equilibrio de aquel momento. Al rato levantó la pata y cumplió con su propósito.

El reloj de la iglesia estaba entonces dando las doce campanadas, y justo al unísono, como si alguien hubiera estado esperando aquel preciso instante, el timbre de la cabina comenzó a sonar. Esas mismas mujeres y el mismo hombre que antes solo observaban, esta vez juntaron las manos y comenzaron a orar. Al momento un viento breve pero decidido serpenteó por la plaza. La puerta de la cabina, que hasta entonces había permanecido inmóvil, balanceó con un rechinido opaco y un escalofrío me recorrió la nuca. Era un cosquilleo sutil, una presión en la piel que no supe si atribuir al frío repentino o a la certeza de que algo, allí dentro, me estaba esperando.

Me quedé inmóvil, conteniendo la respiración, tratando de convencerme de que todo aquello no tenía nada de especial. Solo un teléfono viejo sonando. Solo una cabina oxidada. Nada más. Pero la duda se clavó en mi pecho como una espina: ¿y si entraba? ¿Y si respondía aquella llamada absurda?

Por un instante, la razón y el instinto lucharon dentro de mí. Era ridículo. No tenía sentido. Y, sin embargo, la curiosidad se impuso. Así que avancé un paso. Luego otro. Sin darme cuenta, ya estaba dentro. El teléfono seguía sonando. Miré a Rufo. No movió ni una oreja; solo me observó con esa mezcla de resignación y juicio que tienen los perros sabios. Como si dijera: «Vaya estupidez has hecho».

Entonces, como si una señal invisible hubiera convocado a la ciudad, empezaron a surgir sombras de las calles cercanas. Hombres, mujeres, incluso niños, avanzaban con sigilo, cerrando un círculo expectante alrededor de la cabina. Nadie hablaba, pero sus ojos estaban clavados en mí, inquisitivos, atentos.

El silencio se tornó un rumor bajo, un oleaje de murmullos que me erizó la piel. Sentí el peso de la multitud, la tensión flotando en el aire como una advertencia. Salir ya no parecía una opción. Mi respiración se hizo más densa.

Sin apenas darme cuenta, mi mano se alzó y se aferró al auricular. Los dedos, temblorosos, lo levantaron con una mezcla de temor y fascinación. Lo acerqué a mi oído.

Y escuché.

—¿Quién es? —susurré.

Silencio. Un vacío áspero, impenetrable. La línea parecía muerta. Sentí las miradas clavadas en mi espalda, pesadas como piedras ardiendo.

Tragué saliva y volví a intentarlo, con la voz apenas más firme:

—¿Quién es?

Nada. Solo un zumbido lejano en la línea, un ruido blanco que parecía burlarse de mi insistencia. La tensión se hizo más espesa a mi alrededor.

—¿Quién demonios es? —exigí, elevando la voz sin querer.

Un jadeo recorrió la multitud. Algunos se persignaron; otros, como empujados por un miedo instintivo, retrocedieron un paso. La palabra “demonios” había caído como un trueno en la tensión densa del silencio, como si, al pronunciarla, hubiera tocado algo que jamás debió ser despertado en ese lugar.

Y entonces, por fin, la respuesta llegó en forma primero de un sonido extraño y al rato de un susurro.

—Al fin… —dijo la voz.

No pude hablar. El sudor frío había dejado empapadas mis palmas. El auricular pesaba en mi mano, y sin embargo, no podía soltarlo. Algo en aquella voz tenía una cualidad imposible, como si no solo la escuchara con los oídos, sino que vibrara en mis huesos, en mi sangre. Intenté mover los labios, responder, pero mis músculos estaban rígidos, inmóviles, atrapados en la parálisis de esas miradas que me acechaban afuera.

Los murmullos crecieron. Una mujer mayor se cubrió la boca y con sus ojos desorbitados musitó algo que no alcancé a entender.

Rufo, con una calma imperturbable, bajó la cabeza y gimió en un tono bajo y quebrado, como si él ya supiera cómo acabaría todo. Y todo terminó cuando al cabo de un minuto, que me pareció una eternidad, la voz del otro lado de la línea se desvaneció después de haberle susurrado que llamara dentro de un año. Un silencio áspero, hueco, quedó en su lugar. Mi mano tembló levemente al colgar el auricular. Permanecí allí, inmóvil, con la mente en blanco y el peso de la incertidumbre clavado en el pecho.

Afuera, la multitud me esperaba. Podía sentir sus miradas atravesándome, un centenar de ojos encendidos por la fe, por la histeria, por el fanatismo que con el tiempo había convertido aquella cabina oxidada en un altar intocable. Inspiré hondo y recorrí sus rostros con la mirada. No había dudas en ellos, solo una certeza incuestionable: había profanado su santuario.

¿Qué podía decirles?

Podría haber mentido. Bastaba con un poco de dramatismo, bajar la voz, entornar los ojos y haberles asegurado que una voz celestial me había hablado, que un santo, quizá Dios mismo, había respondido a sus plegarias. Habrían caído de rodillas, con lágrimas en los ojos y las manos temblorosas, convencidos de estar ante un milagro. Tal vez me habrían consagrado en ese mismo instante, proclamándome su profeta, su elegido, su enlace directo con el más allá.

¿Y después qué? Quizá me habrían nombrado su guía espiritual, su oráculo, su nuevo mesías de la cabina sagrada, destinado a traducir cada timbrazo en una revelación divina. O tal vez, si el imaginario colectivo daba un giro desafortunado, me habrían declarado mártir y, en nombre de esa misma fe que acababa de improvisar, me habrían sacrificado en una hoguera.

Podría haber hecho justo lo contrario: salir con los ojos muy abiertos, fingir un temblor en la voz y asegurar que lo que había escuchado no era otra cosa que el susurro del diablo. Un par de palabras bien elegidas, un gesto de horror calculado, y en cuestión de segundos habría desatado el pánico. La plaza se habría llenado de gritos, de manos alzadas al cielo, de ancianas persignándose frenéticamente mientras los más valientes corrían en busca de agua bendita, antorchas, cuchillos de plata y sal, listos para exorcizar hasta la última piedra del pueblo.

Claro que, con tanto fervor descontrolado, el riesgo era evidente. ¿Y si en su delirio decidían que el demonio no estaba en la cabina, sino en mí? La histeria colectiva tiene una manera curiosa de cambiar de víctima en el último momento. Bastaba con que alguien gritara «¡es él!» para que, en vez de exorcista, me convirtiera en el poseído, el enviado del maligno, el enemigo de su fe. Y entonces, en lugar de ser proclamado profeta, habría acabado también en la hoguera.

Podría haber tomado el camino más humano, el que les diera una explicación, un consuelo, algo con lo que apaciguar sus conciencias. Decirles que era Carmen. Que durante años había llamado para decirles que nunca estuvo muerta, que no desapareció por obra de Julián ni de nadie más, que su historia no era la que ellos habían construido con susurros y sospechas. Que había huido, que el miedo la hizo escapar, que había amado a Julián y, de algún modo, aún lo amaba.

O, en última instancia, podía ser brutalmente honesto. Podía arrancarles el mito de cuajo, como se arranca una costra demasiado pronto, dejarles la herida abierta y exponerles la verdad desnuda, sin el consuelo de lo sagrado. Pero muchos prefieren aferrarse a una mentira milagrosa antes que enfrentarse a una realidad vulgar.

Porque no podían permitirse un error tan grande. No después de tantos años de rezos, de velas consumidas hasta la base, de estampas descoloridas pegadas con celo envejecido en los vidrios polvorientos. No podían aceptar que su fe estuviera cimentada en nada más que el eco de su propia superstición.

Así que guardé silencio. No les dije que quien llamaba no era ni un santo, ni un alma en pena, ni un demonio susurrante, sino un empleado de la compañía telefónica aburrido cumpliendo con su trabajo. Que durante años habían marcado religiosamente ese número solo para preguntar si aún querían la cabina o si, por fin, podían llevársela pacíficamente.

Sin tenerlo claro, apreté los dientes y exhalé. Finalmente, abrí la puerta y salí.

Lo hice con el pulso aún acelerado, sintiendo el peso de cada una de esas miradas sobre mi espalda. Nadie habló. Nadie se movió. El pueblo entero parecía contener el aliento, esperando que dijera algo. Pero no dije nada. Solo caminé.

Entonces, unos ecos apagados crecieron entre la multitud, como el sonido de una tormenta formándose en la lejanía. Primero fueron susurros, luego voces que subían de tono.

—Profanador.
—Hereje.
—Blasfemo.

Intenté acelerar el paso, apartar a algunos con el hombro, abrirme camino entre ellos, pero pronto me di cuenta de que no había salida. Sin darme cuenta, estaba cercado. Sus rostros se apretaban a mi alrededor con una mezcla de devoción y rabia.

—¿Qué te dijo? —preguntó una mujer con la voz cargada de miedo.
—¿Era Dios? —insistió un hombre con un entusiasmo febril.

Alguien me empujó desde atrás. Tropecé, pero logré mantenerme en pie. Otro agarró mi brazo. Estaban perdiendo la paciencia.

—Habla.
—Dinos lo que escuchaste, o…

No terminó la frase. Una voz rasposa rompió el clamor.

Un anciano acaba de aparecer de entre la multitud. No era el más alto ni el más fuerte, pero su presencia bastó para que todos se callaran.

—Si no revelas el nombre del pueblo —dijo—, te dejaremos ir.

Algunos aceptaron en silencio; otros seguían exigiendo respuestas.

—Pero escuchaste algo —interrumpió una mujer, avanzando un paso. Su voz estaba cargada de ansiedad, como si su propia fe pendiera de mi respuesta—. ¿Quién habló contigo?

—Dinos la verdad —insistió otro hombre, apretando un bastón con fuerza.

Entonces el anciano alzó una mano y el pueblo contuvo el aliento. Me miró con gravedad, esperando mi decisión.

Inspiré hondo y, sin apartar la vista del anciano, murmuré:

—No hay nada que decir.

El silencio se volvió insoportable. Los aldeanos intercambiaron miradas. Esperaban más. Esperaban una revelación. Un milagro o una maldición. Algo que les confirmara que su fe no había sido en vano.

El anciano sostuvo mi mirada por un largo instante. No asintió ni sonrió, pero en su expresión vi algo que me hizo entender lo que sabía.

—Déjenlo ir —ordenó.

El aire pareció entonces aflojar su peso sobre mi cabeza. Uno a uno fueron apartándose, aunque no dejaron de mirarme mientras avanzaba con pasos firmes. Crucé entre ellos con pasos medidos, sintiendo sus miradas afiladas hincándose en mi espalda y perforándome con otras preguntas. No miré atrás. No podía permitirme dudar.

Al rato, cuando ya me había alejado de la turba, algo rozó mi pierna.

Miré hacia abajo y ahí estaba el. Rufo.

Me observaba con esa expresión cansada de siempre, la mirada de quien ha visto lo peor de los hombres y, aun así, decide seguirlos. Tal vez porque no conoce otra cosa. O tal vez porque, en su infinita simpleza, entiende mejor que nadie la estupidez humana.

Me incliné levemente y, en voz baja le dije:

—Ven conmigo.

Respondió moviendo la cola con esa desgana suya y comenzó a caminar a mi lado. Nunca más volvería a mear en aquella cabina, y nunca más volverían a apalearlo. Rufo, el paria, el despojo, el chivo expiatorio de la histeria colectiva, subió al coche y juntos nos alejamos de aquel pueblo cuyo nombre a partir de ese día juré jamás volver a pronunciar.

(4)

Los años han pasado. Los rostros de esa gente se han difuminado en mi memoria como sus voces. Pero quienes me conocen saben que, cada día, a las doce en punto del mediodía, llamo por mi móvil. Lo hago porque las últimas palabras del operario antes de colgar fueron estas:

«Pues entonces volveremos a llamar en un año.»

Cuando ese día crucé el umbral de aquella cabina y sostuve el auricular contra mi oído, alteré algo que no debí tocar. Puse en duda una creencia que no me pertenecía. Y aunque nunca nadie me pidió que lo hiciera, sé que debo seguir llamando.

No porque espere una respuesta. No porque crea en lo imposible. Sino porque sé que, si el timbre deja de sonar, el vacío que quedará en su lugar será demasiado grande.

En su aparente irracionalidad, la fe y la devoción creada en torno a esa cabina los mantenía unidos, les ofrecía un sentido de pertenencia colectiva. Quizá no importaba si la cabina era sagrada o no, si el timbre que sonaba cada mediodía tenía una causa lógica o era un simple error mecánico. Lo único que importaba era que, cuando sonaba, todos detenían lo que estaban haciendo y miraban hacia el mismo punto.

La fe, con toda su fragilidad y sus contradicciones, une a los hombres. Les otorga un latido común, los enlaza en un mismo anhelo, les da la ilusión de formar parte de algo más grande que sus propias vidas.  Aquel anciano que me dejó marchar comprendía todo esto. Entendía que no se trataba de descubrir la verdad, sino de proteger aquello que, real o no, mantenía viva a su gente.

En las ciudades hace mucho que ya no hay cabinas. Tampoco hay ancianos que sostengan la memoria del tiempo ni perros errantes que marquen la hora con su andar. No hay un solo latido común, solo un murmullo de voces dispersas, cada una ocupada en su propio destino. La fe se ha atomizado disuelta en pantallas iluminadas, en notificaciones efímeras, en rituales individuales que no generan comunidad, sino aislamiento.

Sigo llamando. Sigo esperando.

Quizá algún día alguien responda.

Pero hay algo que nunca he dicho a nadie y que hasta hoy no me he atrevido a confesar en voz alta. A veces, cuando llamo y el silencio se extiende del otro lado me parece oír el susurro de una respiración.

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