Lo que los abogados aún olvidamos cuando nuestro cliente es un consumidor
A menudo, en el ejercicio cotidiano de la abogacía, caemos en una paradoja. Aquello que predicamos con insistencia —el valor del contrato, la seguridad jurídica, la transparencia— se nos olvida cuando nosotros mismos asumimos el papel de parte contratante. Uno de los olvidos más frecuentes, y también más costosos, es el de la hoja de encargo. No tanto su firma, que a menudo se recaba de manera mecánica, sino su elaboración cuidada y transparente, especialmente en lo que se refiere a nuestros honorarios. Y cuando el cliente es, además, un consumidor, ese descuido se transforma en una grieta jurídica que puede desbaratar todo el edificio contractual.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo de 16 de julio de 2025 no aporta nada sustancialmente nuevo —se inscribe, más bien, en una línea jurisprudencial ya asentada que insiste en aplicar la normativa de consumo a la relación entre abogado y cliente cuando este último actúa como consumidor—. Sin embargo, en este momento del año, con el despacho entrando en la calma previa al verano y las urgencias bajo control, su lectura me brinda por fin la excusa perfecta para escribir sobre un asunto que llevaba tiempo rondándome. Me refiero a la sorprendente ligereza con la que, todavía hoy, gestionamos nuestras hojas de encargo —cuando se hacen, que no son pocos los casos en los que directamente se omiten, como si fueran una formalidad prescindible— y, sobre todo, la fijación de honorarios cuando quien se sienta frente a nosotros no es una empresa ni un profesional, sino una persona corriente. Porque sí, hace ya mucho que quedó claro —y esta sentencia no hace sino recordarlo— que el contrato de servicios jurídicos celebrado con un consumidor está plenamente sometido a la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. No hay excepción por toga, ni blindaje por costumbre.
Este sometimiento no es retórico, ni meramente formal. Implica consecuencias materiales profundas: las cláusulas deben ser claras, los pactos comprensibles, la información precontractual completa y útil. No basta con entregar un documento para que lo firme el cliente en una segunda entrevista; no es válido imponer un precio cerrado sin explicar su base de cálculo. Como ha señalado el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, existe una asimetría de información entre abogado y consumidor que obliga al primero a extremar su diligencia. Somos, en este contexto, la parte fuerte. Y la ley nos exige comportarnos como tales.
El caso analizado por la Audiencia de Oviedo es un ejemplo casi escolar de cómo no deben hacerse las cosas. El cliente acudió a un despacho en busca de asesoramiento para una reclamación de incapacidad permanente. En su primera visita no recibió más información que la exigencia de un pago inicial de 2.420 euros. En la segunda, firmó una hoja de encargo con la ayuda de un colaborador del letrado, sin tiempo ni contexto para comprender el alcance económico del acuerdo. El cliente —que no tenía conocimientos jurídicos, ni debía tenerlos— creyó, razonablemente, que ese primer pago cubría todo el servicio.
La sentencia desmenuza con cuidado los vicios del pacto: falta de información clara, ausencia de desglose de fases del servicio, indeterminación del componente variable de los honorarios, imposibilidad de calcular el coste total de antemano, y todo ello sin respetar los requisitos de transparencia que la ley impone cuando se contrata con consumidores. Como recuerda el tribunal, el artículo 60 del TRLCU exige que se informe del precio o, si no puede calcularse de antemano, del método para determinarlo. El artículo 60 bis refuerza la exigencia de consentimiento expreso para cualquier pago adicional. El artículo 65 obliga a integrar el contrato, en caso de duda, en beneficio del consumidor.
Y aquí llega el punto que más debería preocuparnos como profesión: según la sentencia, los honorarios fijados en la hoja de encargo carecían de la transparencia mínima exigible. No por su cuantía, sino por la forma en que fueron presentados, explicados y pactados. Como consecuencia, el pacto fue declarado nulo. No porque el precio fuera excesivo, sino porque el cliente no pudo entender ni valorar lo que contrataba. El problema no era el fondo, sino la forma. No lo que se cobró, sino cómo se dijo que se iba a cobrar.
La sentencia recupera, con oportuno didactismo, el artículo 13.9.b) del Código Deontológico de la Abogacía Española, que impone la obligación al abogado de facilitar, incluso por escrito, cuando así se solicite, una estimación aproximada de los honorarios o de las bases para su cálculo. Esa previsión deontológica, que muchos consideran una recomendación blanda, se convierte aquí en criterio de valoración de la buena fe contractual. Y la buena fe, como bien sabemos, no es una cuestión de voluntad sino de conducta objetiva.
Donde hay duda, el Derecho protege al débil. Y en esta materia, el consumidor es el débil. Para él, el coste del servicio jurídico es opaco, casi insondable. Solo nosotros, los abogados, sabemos —o deberíamos saber— cuánto trabajo exigirá un asunto, qué posibilidades tiene de éxito, qué implicaciones económicas conlleva. Esa ventaja de conocimiento no nos legitima para imponer precios, sino que nos obliga a explicarlos con claridad. A pactarlos, no a imponerlos.
Cuando fallamos en esa tarea, no estamos simplemente incumpliendo una obligación ética o corporativa. Estamos vulnerando la ley. Y nos arriesgamos no solo a perder el cobro de nuestros honorarios, sino a que se declare la nulidad del acuerdo y a que un juez determine, como en este caso, cuál es la retribución justa. Y esa justicia impuesta suele ser más austera que la pactada.
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Por todo ello, este caso debe servirnos como advertencia. Debemos revisar nuestras prácticas, repensar nuestras hojas de encargo, cuidar cómo explicamos los honorarios, cómo los estructuramos, cómo los documentamos. No basta con que el cliente firme. Debe comprender. Y nosotros debemos asegurarnos de que lo haga.
Porque el precio del servicio jurídico no es solo una cifra: es, ante todo, una expresión de confianza. Y esa confianza, si no se cuida, se rompe.
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