Tras casi una hora de juicio tenía mi mente dispersa como una hoja en un arroyo de pensamientos y mis ojos vagando en el aire de la sala, como luciérnagas titilando en la oscuridad.
Para ser más preciso, esto que cuento ocurrió cuando al rato de haber iniciado la fiscal su informe sus palabras empezaron a llegarme a los oídos convertidas en susurros de anhelos secretos. Era una mujer de una belleza que parecía esculpida con el cuidado y la delicadeza de quien busca capturar la esencia de la perfección. Su cabello, negro como el ébano, caía en cascadas sedosas que se deslizaban sobre sus hombros con la gracia de las aguas de un riachuelo sereno, y sus ojos eran como pozos profundos en los que se ahogan las miradas curiosas. Sin renunciar a su feminidad vestía un traje de corte impecable, con una chaqueta entallada que resaltaba sus curvas con sutileza y una falda que caía justo por encima de la rodilla. Unos discretos pendientes de perlas adornaban sus delicadas orejas, y su maquillaje era elegante y sobrio resaltando sus rasgos naturales en lugar de ocultarlos.
En el estrado de la sala el juez, un hombre de edad madura con una expresión serena pero vigilante, escuchaba atentamente cada palabra pronunciada por la fiscal. Llevaba unos veinte minutos hablando cuando noté que de sus labios carmesíes empezaban a fluir esas palabras con la seducción del sonido dulce y melodioso de un arpa. Eran palabras afiladas con una sonrisa de astucia y con ellas, como si estuviera construyendo un rompecabezas, mencionaba los fundamentos legales aplicables al caso, las pruebas que tenía a su disposición y los testimonios que había recopilado a lo largo del juicio. De vez en cuando su mirada se cruzaba con la mía y entonces yo dirigía mis ojos al magistrado y al jurado ninguneando con la cabeza como queriendo aparentar que había encontrado una fisura en su argumentación, algún punto débil que enseguida en mi turno aprovecharía para defender la exculpación de mi cliente. De este diré tan solo que se hallaba sentado en el banquillo ataviado en harapos de culpabilidad, con semblante triste, con sus manos abrazadas por las cadenas del remordimiento y sus labios silenciados por la ignominia del delito. Y cada vez que oía a aquella mujer pronunciar su nombre él se sobresaltaba, refugiaba los ojos en el suelo de un modo avergonzado y al poco los volvía a levantar con una mirada vaga nublada por la conciencia de su culpabilidad.
Pues bien, de un modo inesperado ocurrió algo que me dejó completamente sumergido en los ojos de esa mujer y al poco arrastrado por una corriente de deseos. Fue en un momento sutil y apenas perceptible, cuando un rizo de su pelo se deslizó con la gracia de un suspiro entre sus finos dedos. Los labios bellamente dibujados de esa mujer mirándome desde el otro lado se curvaron con una maliciosa coquetería mientras hablaba y jugueteaba a la vez con aquel ricito. Me mordí los labios y dejé reposar una de mis mejillas en la palma de la mano con la sensación de que por las comisuras de los labios empezaba a descolgarse un churrete de gozo.
El caso es que cuando llegó mi turno me hallaba tan absorto que no pude arrancar a hablar de inmediato. El juez, con una voz al principio suave pero luego más severa, me llamó la atención no una, sino tres veces instándome a que comenzara. Finalmente, cuando reaccioné, me sentí incapaz de sobreponerme a ese estado pasajero de ensoñación. Los argumentos que había preparado con tanto esmero se desvanecieron en mi boca, transformándose en un murmullo ininteligible e impotente, como si hubiese perdido la capacidad de hablar.
Al finalizar la tarde salí del despacho envuelto en una densa nube de pensamientos. Esa especie de hechizo tejido por la fiscal con aquellas palabras deslizadas tan melodiosamente de sus labios persistía en mi recuerdo, y en mi mente bullía el ansia de responder a ese encantamiento. Anduve por las primeras calles con paso apresurado, con los ojos brillándome con chispas de resentimiento y con la sonrisa fría de la venganza. Luego, al cabo de unas calles más y con el ánimo algo más recompuesto, me detuve frente a una floristería. El aroma de las flores, dulces y embriagadoras, me envolvió esta vez de tal manera que por un instante sentí que esa nube comenzaba a desvanecerse.
Al llegar a casa lo primero que hice fue colgar el abrigo en el perchero y despojarme de las ataduras de la formalidad. Lo hice siguiendo la estela de unas melodiosas notas musicales, liberándome primero de la corbata, luego del botón del cuello de la camisa y justo al llegar al salón de la americana. Después de unos cuantos metros me detuve en el umbral de la puerta, doblé la americana, la posé con delicadeza sobre un sillón y me dejé llevar por la contemplación con el fondo de esa melodía.
Los últimos rayos del sol de la tarde se filtraban de un modo suave a través de las cortinas derramando una aureola dorada sobre los muebles. Con el rumor de la brisa primaveral entrando por las ventanas las cortinas parecían moverse al ritmo de los acordes con una gracia serena como si estuvieran tejiendo una historia invisible en el aire. Unas flores alojadas en un jarrón de porcelana suspiraban una fragancia etérea y a su lado, en el rincón más iluminado del salón, estaba Raquel sentada frente a un majestuoso piano de caoba.
Sus cabellos caían en ondas suaves sobre su espalda. Avancé como una sombra alzándose entre los últimos destellos del día tratando de no perturbar las notas que llenaban el aire. Con cada paso el olor de su perfume se fue desvelando como susurros de pasión y cuando finalmente llegué a su lado una combinación de almizcle y sándalo me envolvió por detrás de ella como si entrara en un jardín en plena floración. Mantuve mi aliento en suspenso y al cabo de unos segundos mi mano se aventuró poco a poco con movimientos pausados y llenos de ternura por los cabellos que cubrían parte de su cara hasta desvelarla completamente. Ella se estremeció levemente, como si una caricia invisible hubiera rozado su piel, y por un momento me dio la impresión de que el tiempo se había parado en un universo de silencio. Pero enseguida las notas volvieron a fluir de sus manos teñidas esta vez del color de la misma pasión con la que me incliné hacia ella para refugiar mis labios en un rincón de su cuello. La besé con ternura varías veces.
La calidez de esos besos la estremecieron de nuevo pero esta vez de tal modo que, como procurado dominar la emoción, cerró los ojos, reclinó su espalda sobre mi cuerpo y agitó los dedos sobre las teclas con el mismo vigor con el que palpitaba su corazón. En la armoniosa sinfonía de acordes y pulsaciones que llenaba el aire del salón tomé la rosa entre mis manos, y con unos movimientos apenas perceptibles deslicé, como si fuera una pluma, los pétalos sobre la piel de su rostro, comenzando por los pómulos. Fue como si estuviera pintando un cuadro con las yemas de mis dedos. Luego los pétalos rozaron sus labios con la suavidad de una brisa de verano, como si estuvieran susurrándole secretos. Finalmente hice descender la flor por su cuello procurándole tantas caricias y sensaciones que al rato ella tenía la piel de su cuerpo completamente aterciopelada.
Raquel tiene la virtud de ruborizarse y en ese instante con el fondo de unos lentos arpegios sus rosadas mejillas estaban encendidas al igual que sus ojos con los que me interpeló a proseguir. La miré y como si acabáramos de juramentarnos en un mismo deseo empecé a desabrochar cada uno de los botones de su blusa hasta dejar su torso al descubierto. No llevaba puesto el sostén y al notar el primer contacto de mi mano en uno de sus pechos reaccionó de una manera natural, lo mismo cuando tiré de su cabello para morderle el cuello y también al pellizcarle uno de sus ya turgentes senos. En todo ese preludio sus dedos fueron danzando de un modo impasiblemente elegante sobre las teclas del piano mientras yo en mi ensimismamiento silente seguía merodeando los míos por su cuerpo.
Creo que fue con las primeras notas de The Piano de Nyman cuando sus dedos, que hasta ese momento habían danzado sobre las teclas con la gracia de las hojas mecidas por el viento, comenzaron a ser cautivos de un torbellino de emociones. Sus manos al igual que sus piernas se volvieron temblorosas de tal modo que los acordes, antes fluidos como un arroyo sereno, se convirtieron en un río de notas tumultuosas. Cada nota desafinada era un suspiro contenido, una declaración involuntaria de pensamientos con los que parecía empujar mis manos hacia su tesoro oculto. Sus ojos se encontraron con los míos varias veces y sus labios, entreabiertos como los pétalos de esa rosa, dejaron escapar varios soplidos que resonaron en la habitación como una declaración de amor silenciosa. En ese momento el piano se convirtió en el testigo de sus deseos y yo, como cómplice de estos, acerqué mi boca a uno de sus pechos, lo besé con ternura y le dije mirándola de soslayo: “sigue tocando, no pares”. Ella respondió con un movimiento casi imperceptible con sus labios, pero suficiente para que pudiera leer una sonrisa de impudicia. Sus dedos danzaban en ese momento sobre las teclas de marfil y ébano con una alegría contagiosa, mientras mis labios se deslizaban con delicadeza serpenteando por cada rincón de su cuerpo, como si estuviera descifrando todos los secretos de su piel. Cerró completamente los ojos y su respiración se entrecortó al escuchar mis susurros: «Eres mi melodía, mi inspiración, la sinfonía de mi corazón». Sonrió, pero no con una sonrisa cualquiera. En sus labios estaba dibujado un atisbo de pecado, de tentación, un susurro de pasión clandestina que en ese instante le hacían agitar maquinalmente los dedos sobre el teclado.
En ese momento ella tenía la razón completamente turbada y sus piernas medio abiertas conspirando con el deseo más prohibido. Le pedí, tal cual, algunas notas más protocolarias para un orgasmo y después de una breve pausa tocó los primeros acordes de la canción Emmanuelle de Pierre Bachelet. Entonces, como sugestionado por esas notas, mis labios hasta ahora tiernos como versos de amor se tornaron más ávidos, más hambrientos, como si quisieran arrancar suspiros de su boca. Y mis manos, que hasta este instante habían acariciado suavemente su cuerpo se volvieron más atrevidas. Con una aparté con delicadeza los pliegues de su blusa y con la otra acaricié su piel con el tallo de la rosa, antes emblema de pasión y devoción, ahora símbolo del dolor.
Durante todo este rato me entregué a la tarea de corromper las espinas de la flor arrastrándolos delicadamente con una sucesión inagotable de movimientos, primero por su cuello, después trazando diminutas órbitas en torno a sus senos y, ya por último, explorando su abdomen con cautivadores trazos. En esta liturgia al encuentro del éxtasis hubo un momento en que el aire quedó completamente corrompido con gemidos que se entremezclaban con una cacofonía de notas disonantes que ascendían y descendían como las olas de un mar agitado. Esto ocurrió con el contacto filoso de una de esas púas clavándose en su pubis. La hice percutir varias veces y a cada una ella gimió de un modo obsceno al compás de un carrusel de fusas y semifusas. Estaba definitivamente atrapada en una telaraña de emociones encontradas, en una apasionada sinfonía de deleite y tormento que perpetué hasta que sus piernas se rindieron por completo. Las tenía completamente abiertas de un modo completamente obsceno con el inconfesado deseo de que acercara mis dedos e interpretara con las yemas sordas de mis dedos esa misma melodía en su vagina. Noté el tacto de sus bragas completamente húmedas y las aparté para que reconociera mejor las notas, el pulgar presionando el clítoris con cada censura de negras y el corazón tanteando cordialmente sus labios menores.
Con los primeros espasmos anunciando el orgasmo sus movimientos sobre las teclas se fueron acelerando, de un modo mucho más vigoroso. En ese instante decidí incorporar a mi particular partitura el dedo índice y el anular. Jugueteé con ellos con engaños y evasivas, de tal modo que sus ojos se abrían para al poco cerrarse de nuevo acompañados de un arrebato fogoso en sus labios. Y cuanto más acercaba los dedos a su interior más presionaba entonces las teclas deseosa de que la penetrara de una vez. El deseo se hizo tan intenso que al impulso de sus convulsiones decidió tomar sus propias iniciativas agarrándome de la muñeca. Elevó los ojos subyugados al cielo invocando mi nombre para que la liberara de ese suplicio y acercó mi mano a su vagina. Pero entonces, resuelto en mi venganza silenciosa, la aparté y acerqué mi sonrisa maliciosa a su oído. Palideció, torció el gesto y el piano emitió un sonido agudo y desgarrador al caer sus manos inertes sobre el teclado. La abracé y la besé en los labios antes de decirle:
– Estuviste esplendida esta mañana durante el juicio. Voy a preparar la cena que estoy hambriento.